29 julio 2012

Iorana

Julio se acaba y en la calle, en el trabajo, en los medios de comunicación todo el mundo habla de irse de vacaciones, de disfrutar las vacaciones, de lo cortas que le resultaron, de dónde van a ir o qué hicieron... y yo pienso que otro año más yo de lo único que podré hablar es de las ganas que tengo de cogerlas, de que otro año será y de que alguien se tiene que quedar a trabajar qué pena que sea yo. En estos momentos echo la vista atrás a aquellos años en los que viajaba y esta vez no he podido dejar de acordarme de cuando estuve en la misteriosa Isla de Pascua.

Mapa de Isla de Pascua

Para mí, Isla de Pascua era uno de esos lugares paradisiacos, situados en algún lugar de la Polinesia, que se muestran en los documentales de la 2 o en el National Geographic. Uno de esos entornos exóticos y remotos que sabes que nunca vas a visitar, así que los contemplas en la tele con cierto interés y algo de escepticismo. El día que fui a Isla de Pascua sentí que podía ir a cualquier sitio. En el tiempo y en la distancia.

En julio de 2006, como ya conté en su día, me fui a vivir a Santiago de Chile, donde, con alegría, descubrí que esa pequeña isla situada en medio del Pacífico era territorio chileno. En ese momento supe que fuera como fuera tenía que ir a visitarla. Se acercaba el primer y único puente del año, el de las fiestas patrias (18 y 19 de septiembre) y pregunté, entre los pocos españoles que conocía, si alguien se apuntaba a ese viaje. Me hablaron de Gallega, una chica que iba a estar sólo tres meses en el país y que su sueño era visitar Isla de Pascua. Así que, en apenas 48 horas, lo preparamos todo.

Compramos el billete de avión a la única compañía que viaja a Isla de Pascua, Lan Chile. Debido a este monopolio y a que sólo hay tres vuelos semanales (afirman que para preservar la integridad de la isla, considerada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1995) el precio fue bastante desorbitado. Hay dos tipos de turistas que visitan Rapanui: los que tienen y/o gastan mucho dinero, por lo que se quedan en hoteles de cinco estrellas, alquilan coches, contratan guías para que les muestren todas las maravillas y secretos de la isla… y los que, como nosotras, nos habíamos gastado casi todo el dinero que teníamos en llegar a la Isla por lo que teníamos que economizar en la estancia. A través de otro español, que ya había estado allí, contactamos con Pecas, un chico que trabajaba en hostelería y que nos recomendó un hostal económico, limpio y muy acogedor: el Residencial Katarahi, propiedad de El Pilo, un chileno continental, que lleva viviendo más de treinta años en la isla y que hizo que nuestra estancia fuera realmente especial.

Para nuestra extrañeza, Pecas nos preguntó si podíamos llevarle champú y algo de comida enlatada. Más tarde nos enteramos del porqué de su peculiar petición.

No sé si el nombre de El ombligo del mundo está bien elegido para denominar a esta isla, pero lo que sí que es verdad es que, como dicen en el altiplano, este trozo de tierra de no más de 23 km de largo y 11 km de ancho, está donde el diablo perdió el poncho. Se encuentra a 3700 km de Chile continental y a 4.000 km de Tahití y el tiempo de vuelo desde Santiago de Chile es de unas cinco horas. Desde el momento en el que llegué hasta el que me marché, la sensación de estar aislada, en medio de la nada, se pegó a mí como un chicle en la suela de un zapato.

Vista de Hanga Roa
Cuando aterrizamos en Hanga Roa, capital y única población de la isla, en la que habitan entre 3.500 y 3.800 personas incluidos los turistas itinerantes, nos estaban ya esperando El Pilo y Pecas con un par de collares de vistosas flores exóticas como regalo de bienvenida. A pesar de que era febrero, el mes de lluvia, el cielo estaba encapotado y apenas vimos el sol durante nuestra estancia. Afortunadamente el tiempo siempre es cálido, con temperaturas de alrededor de 20o.

En apenas un par de minutos llegamos al residencial, donde sólo se hospedaban tres personas más. Fuimos a dar una pequeña vuelta por el pueblo y llegamos a la Playa Pea, una minúscula caleta rodeada de palmeras y con un moai (gran escultura de piedra de origen incierto) flanqueando la entrada. En sus alrededores vimos unas construcciones de piedra circulares, como si fueran pozos, que según nos explicaron, eran pequeños huertos. El viento que viene del mar es tan fuerte y el salitre tan invasivo que fortificar los cultivos parece que es la única forma de conseguir que te crezca algo.

Por la tarde, El Pilo se ofreció a llevarnos a Maunga Terevaka, la zona más alta de la isla situada a 511 m. de altitud. Una colina donde se ve prácticamente toda la isla, y donde a Galileo no le habría costado nada demostrar que la tierra es, efectivamente, esférica. En la bajada paramos en Ana te Pahu, también conocida como la cueva de los plátanos, donde nos contaron que en época de guerras, entre tribus rivales, la población civil (mujeres, niños y ancianos) se refugiaba allí para no ser aniquilada.

A la hora de la cena, El Pilo nos agasajó con un asado dieciochero (la comida típica de estas fiestas) muy humilde, aunque sabroso. Comenzamos a descubrir otra cara de la isla, la que es difícil llegar a ver desde una suite de un hotel de alto standing. La economía de la isla depende del turismo (directa o indirectamente) y los habitantes locales lo saben. Por esa razón, los rapanuis se han asegurado de que todo lo que el turismo deja en la isla lo gestionen los autóctonos, y lo han conseguido impidiendo que aquellos que no lo sean puedan ser propietarios de las tierras, y por lo tanto, de los complejos hoteleros. No hay ni agricultura ni ganadería y la pesca existente (maravillosa, por cierto) es totalmente artesanal. Con estos antecedentes no es difícil imaginar que todo aquello que la isla no produce (o sea, cualquier producto manufacturado, energía, alimentos perecederos salvo pescado, productos de ocio, etc…) se traiga en barco desde el continente.

Según me contaron, todos los productos que llegan pasan por una asamblea de líderes locales que lo reparten entre los habitantes. Primero nutren a los alojamientos hoteleros, después a las familias rapanuis y, por último, a los habitantes de fuera de la isla que viven allí.  El mar estaba picado desde hacía casi una semana y el barco, que llevaba todas las provisiones, no podía recalar en el puerto de Hanga Roa. Los supermercados estaban prácticamente sin existencias, los pequeños restaurantes locales también, las viviendas no tenían ya gas y apenas había gasolina para los coches. Los turistas de los grandes hoteles no carecían de nada de eso, pero no fue difícil entender por qué Pecas nos había pedido que le lleváramos, del continente, champú y pasta de dientes ni porque El Pilo sólo podía hacer un asado con un par de pechugas de pollo.

Ahu Akivi
Por la noche fuimos al hotel Manutara a ver una representación del ballet Kari Kari, una agrupación local que ha viajado por todo el mundo deleitando con vistosos bailes pascuences. Los hombres con taparrabos, calentadores de cáñamo, tocados de plumas en la cabeza y tatuajes iconográficos, hechos con tinta negra, por todo el cuerpo. Las mujeres con faldas y sostenes de plumas y pulseras en los tobillos. Bajo el son de los kehos (tambores de piedra), los hios (flautas de bambú), los ukeleles (pequeñas guitarras) y las kauahas (mandíbulas de caballo desecadas que se golpean contra la mano) las mujeres se movían sinuosas, seduciendo con su cuerpo y los hombres con ritmos agresivos y poderosos. No todos los bailarines eran rapanui, y aunque en ese momento no sabía por qué, los movimientos de los continentales rompían el embrujo del baile.

En los hoteles de la isla habitualmente los tours se hacen por las mañanas dejando a los turistas libres las tardes para descansar y comprar artesanías en Hanga Roa. Nosotras decidimos hacerlo al revés, para poder disfrutar de los misterios de la isla con más tranquilidad. Los colgantes, moais, figuras y prendas de ropa habituales del mercado de artesanía están hechos con conchas, huesos, piedra, trozos de madera y cáñamo. Los rapanuis están acostumbrados al regateo, pero tengo que admitir que el furor regateístico de los españoles es demasiado agresivo para estos tranquilos lugareños.

Además de un mercado de artesanía, Hanga Roa tiene algunos servicios básicos. En torno a la plaza de Policarpo Toro (marino chileno que incorporó Isla de Pascua al territorio chileno en 1888) hay una casa de cambio, un par de oficinas bancarias con cajero automático, lavandería, farmacia, e incluso un cine. Bien es verdad que la única película que se puede ver en esa sala es la que dio a conocer mundialmente la isla. Rapa Nui, estrenada en 1994 y producida por Kevin Costner. El film hace hincapié en una de las teorías no demostradas acerca del colapso de las civilizaciones de la isla, debido a una guerra civil entre dos tribus (los orejas largas y los orejas cortas) que la  habitarían en el S. XVII.



Por último, no hay que dejar de visitar las pequeñas y bonitas  cafeterías que salpican las calles principales, donde puedes conseguir internet a precios estratosféricos y küchen (tarta) de frutas al estilo alemán. Es curioso, pero en la isla encontré a varias mujeres de mediana edad europeas que se enamoraron de un rapanui en su viaje y decidieron quedarse y regentar un residencial o un cyber-café.

Nuestro tour vespertino nos llevó, primero, al Tepito Te Henua. Esta gran piedra redonda, que da nombre a la isla, se encuentra al borde de un acantilado, en un lugar que, según las leyendas orales que los rapanuis se transmiten de generación en generación, es sagrado por la energía que concentra. El Pilo nos hizo una prueba para demostrarlo. Puso una brújula encima de la piedra, y en vez de marcar el norte comenzó a dar vueltas enloquecida hasta que se estropeó. La explicación científica dice que es debido a un exceso de magnetita, pero la verdad es que, al poner las manos encima del pedrusco sentí como si lo que había debajo de la tierra intentara salir. Yo pensé, en ese momento, en un volcán a punto de estallar. 

Playa de Anakena con un ahu al fondo.
La excursión continuó hasta la playa de Anakena, a unos 20 km. de la localidad. Una cala paradisiaca con arena blanca y fina, palmeras y un ahu (plataforma ceremonial) con siete moais de orejas largas. El Pilo nos presentó a su madre adoptiva, una rapanui propietaria de un chiringuito en la playa que nos invitó a un zumo de guayaba, la única fruta que crece en la isla. Conocimos también a un grupo de chicos locales. Uno de ellos, de apenas siete años, trepó por una de las palmeras para hacerse con un coco, se lo dio a otro más mayor que lo abrió delante de nosotras y nos convidó. Probablemente fuera el momento y el lugar, pero creo que es el mejor coco que he probado nunca. 

En el camino de regreso nuestro amable guía quiso mostrarnos otro de los misterios de la isla. Paró el motor del jeep en mitad de una cuesta que estábamos subiendo. Puso el cambio de marchas en punto muerto y se bajó del coche. Apenas un par de segundos después Gallega y yo comenzamos a sentir que el 4x4 se comenzaba a mover, ¡hacia arriba! Al comienzo el movimiento era apenas perceptible, pero llegó un momento en el que el coche subía más rápido que nuestro guía que iba andando. Nunca supimos cómo es posible que esto sucediera, pero si tenía dudas de que la isla tenía algo mágico, en ese momento se desvanecieron todas.

Ya de vuelta en el residencial, y antes de cenar, vino Pescador, uno de los chicos rapanuis, que habíamos conocido anteriormente, para llevarnos a ver una puesta de sol espectacular. Subimos hasta lo alto de una colina justo a tiempo para contemplar como el sol se estrellaba contra el océano pacífico.

Después de cenar llegó el sobrino de El Pilo, un lugareño que nos habló de la vida en la isla, y nos explicó, mientras tocaba el ukelele, cómo se bailan las danzas pascuences. En el lenguaje rapanui cada palabra tiene varios significados, por lo que el bailarín puede interpretar la que más le guste y escenificarla con el cuerpo. Por ejemplo, si la canción habla sobre las olas del mar, el bailarín moverá los brazos y los hombros de forma ondulante. Según el sobrino de El Pilo, el problema de los bailarines continentales es que al no entender la letra de las canciones se aprenden los movimientos sin llegar a sentirlos.

Volcán de Rano Raraku
Nuestro último día en el paraíso fue más intenso, si cabe, que los anteriores. Por la mañana fuimos a Rano Raraku, uno de los cuatro volcanes –todos ellos apagados– que hay en la isla. Este volcán, además de ser uno de los dos únicos manantiales de agua dulce que tiene la ínsula, era utilizado, por las tribus antiguas, como cantera para construir los moais. Hay innumerables teorías sobre la vida en la antigüedad, provenientes de las leyendas ancestrales, de los descubrimientos de los arqueólogos y, sobre todo, de la interpretación, por parte del etnólogo alemán Thomas Barthel, del sistema de escritura iconográfica Rongo Rongo, encontrada en la isla en el S. XIX.

Una de esas teorías afirma que las esculturas representan a los reyes que gobernaban la isla, por eso se pueden encontrar moais con distintos rasgos –sobre todo con orejas de distintos tamaños–. Con un peso en torno a las 9 toneladas y una altura de entre 3 y 11 metros, las estatuas se trasladaban rodando, sobre troncos de madera, a los distintos puntos estratégicos de la isla, lo que supuso la deforestación, casi total, del ombligo del mundo. Los monolitos están colocados, en solitario o en grupos de hasta 15 ejemplares, sobre plataformas ceremoniales (de más de un metro de altura), llamadas ahus. Lo más curioso de los moais es que todos están mirando hacia el interior de la isla. Dicen que así la protegían de las invasiones, pues los navegantes, cuando llegaban cerca de sus costas, veían los grandes monolitos y pensando que eran gigantescas personas se daban la vuelta aterrorizados.

Moais abandonados en la ladera del volcán Rano Raraku
Esa tarde Pescador y Agricultor, otro de los chicos que habíamos conocido en la playa de Anakena, vinieron a buscarnos para enseñarnos la isla. Ambos trabajaban en el SAG (Servicio de Agricultura y Ganadería de Chile), controlando, por un lado, que las plagas de insectos provenientes de la Polinesia no llegaran al continente americano, y por otro, que los visitantes no se llevaran nada mineral, vegetal o animal, pues toda la isla es una reserva natural.

Pescador, de origen rapanui, nos contó algunos aspectos del día a día de los isleños que nos dieron una imagen más global de la vida en ese pequeño islote. La mayoría de los habitantes han salido de la isla en algún momento de su vida. Muchos de ellos al extranjero, para bailar en espectáculos en distintas partes del mundo, y otros al continente para poder estudiar en la universidad. Pero casi todos se sienten atrapados por el embrujo de Isla de Pascua y vuelven.

Nos contó que, pese a ese hechizo, el nivel de ansiedad por el aislamiento, que sufren los  autóctonos, es tan alto que las tasas de alcoholismo y de consumo de drogas blandas son muy altas. Asimismo, los pascuences tienen que hacer frente al problema de la gestión de desechos. El turismo genera demasiada basura (sobre todo no orgánica) para la capacidad de la planta de gestión de residuos de la isla, lo que preocupa y abre el debate sobre qué hacer para mantener la sostenibilidad medioambiental de este pequeño paraíso.

Isla Hombre-Pájaro
En esas reflexiones estábamos cuando llegamos al centro ceremonial Orongo. Único lugar de la isla donde hay que pagar para entrar. En él se encuentra el volcán Rano Kau, la pequeña isla hombre –pájaro y los petroglifos de animales con rasgos antropomórficos, que hicieron volar la imaginación de algunas personas que afirman que son la prueba de fueron extraterrestres los que hicieron los moais.

Tras una cena a base de pescados endógenos en un restaurante local y un paseo por el puerto de Hanga Roa nos fuimos a dormir sabiendo que, a primera hora de la mañana del día siguiente, teníamos que coger el avión de regreso a Santiago. Con lágrimas en los ojos aceptamos los regalos que nos hicieron nuestros amigos y nos metimos en el aeroplano sin atrevernos a mirar hacia atrás por miedo a ser la última vez que veíamos la isla y sus misterios.

¿Los primeros habitantes de la isla llegaron de Tahití como dicen algunos o de Perú como afirman otros?, ¿la población local, que en un momento llegó a superar los 20.000 habitantes, casi desapareció debido a una guerra civil entre dos tribus?, ¿tiene una energía especial la isla y la piedra del ombligo del mundo?, ¿te puedes sentir atraído por los rapanuis sólo con verlos bailar? No sé si un viaje a Isla de Pascua responde a todas estas preguntas o sencillamente genera más, pero lo que sí sé es que Isla de Pascua cautiva, porque ya han pasado seis años desde que fui y no dejo de pensar en volver. 

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