26 marzo 2012

Una ventaja de ser mi propia jefa

Cuando era pequeña era una niña bastante dócil. No es que me gustara que me mandaran, pero lo llevaba con cierta ligereza y estoicismo. Al llegar a la adolescencia la cosa se hizo más pesada, pues las hormonas se empeñaron en que todo me pareciera negativo, me volviera beligerante y con la sensación de ser el último mono siempre en los bolsillos, y la verdad es que lo consiguieron, pero esa es otra historia. 

En mis primeros años de juventud (siendo optimista y dando por sentado que con 34 años aún no he entrado en la madurez) la negatividad desapareció, pero no así la beligerancia, así que eso de acatar órdenes como que no lo llevaba yo muy bien. Obviamente, como a cualquier otro trabajador por cuenta ajena (ahora que me fijo, ¡qué desapegada me parece esa expresión!) no me quedó otra que obedecer mandatos y soportar rapapolvos de jefes varios. Con algunos tuve voz aunque no voto y con otros ni lo uno ni lo otro y me tuve que morder la lengua hasta hacérmela polvo.  

Finalmente, y desde hace casi un año, he acabado siendo mi propia jefa. A partir de ese momento muchos de mis amigos y conocidos asalariados se dedicaron a proclamar la suerte que tenía y la envidia que les daba por no tener que aguantar a nadie que les tocara las narices día sí y día también. 

La verdad es que no todo el monte es orégano, ni tan bonito como lo pintan. Es cierto que no tengo a nadie que me diga lo que tengo que hacer, ni cuándo, ni cómo, pero me como muchos más marrones que antes. A los míos tengo que sumar los de toda la gente que trabaja conmigo. Puedo tomarme un día libre (siempre que esté pegada al móvil y revise el email cada poco tiempo), pero, por ahora, no me puedo tomar vacaciones (sin hablar del día de la huelga general que me va a tocar trabajarlo de sol a sol). He tenido que empezar a llevar una agenda (yo que siempre me he congratulado de tener memoria de elefante), porque el volumen y variedad de problemas y cuestiones, de las que tengo que estar totalmente al tanto, me superan. Tengo la suerte de no tener horario de entrada al trabajo, pero eso significa que tampoco lo tengo de salida (vamos que desconectar por las noches y los fines de semana es una tarea titánica, casi utópica)... 

Pero voy a centrarme y dejar de parecer una plañidera, pues el post de hoy se supone que va sobre una de las ventajas de ser jefe propio. Una de las que hoy he hecho uso, e incluso abuso. 

Como el fin de semana fue agotador, y andaba falta de sueño, he desconectado el despertador y me he levantado a las 9:30 hrs. He encendido el portátil, he revisado y contestado correos del trabajo, he cuadrado cifras, he hecho un par de llamadas y he decidido que durante tres horas, la mañana sería mía. ¿Cuál es la comida más importante del día? El desayuno, sí, señor. Zumo de naranja, batido de fresas, yogur de piña y un kiwi para que la vitamina C me ayude a reducir el estrés de la vida moderna. Todo ello mientras doy cuenta de algunas páginas de El sueño del Celta que lo tengo un poco abandonado, y a ver si Cabrilla va a pensar que no me apetece leérmelo. Luego a hacer la casa, pero con calma. Hacer la cama, poner una lavadora, hacer la comida, recoger un poco el desastre del fin de semana y a estrenar uno de mis regalos de cumpleaños. Una hermosa bola de baño de lavanda. 

Así que he hecho oídos sordos a mi conciencia ecológica y me he dicho "¡qué demonios, un día es un día!". He puesto el tapón de la bañera, he abierto el agua caliente, he apagado el móvil y cinco minutos después, he encendido una vela aromática y me he metido en una piscina de paz, tranquilidad, pensamientos positivos, divagaciones... Hasta que la realidad me ha despertado (bueno, y el agua que se estaba quedando helada) y he tenido que salir. A partir de ahí todo mal. Había pasado más tiempo del que creía a remojo, a las 15:30 hrs. tenía que estar en el trabajo y como me he propuesto ir andando todos los días tenía que salir con media hora de antelación. Tenía tres llamadas perdidas de mi madre, y como ella no es de llamar mucho pues he pensado que había pasado algo. No, sólo tenía ganas de hablar. Mucho. Así que con el teléfono en la oreja he comido poco y rápido. No me ha dado tiempo a hacer un análisis sesudo de lo que me iba a poner, por lo que he cogido lo primero que he encontrado y he salido corriendo de casa...

Y aquí se ha acabado la ventaja de ser mi propia jefa. 

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