11 abril 2010

Camino del trabajo

Cuando tengo tiempo voy andando al trabajo. Son apenas veinte minutos que me vigorizan y me hacen empezar bien el día.

Bajo por el Batán y camino por Seis de Diciembre hasta el semáforo de la Ecovía. Después cojo Checoslovaquia y giro por Suiza hasta llegar a la Shyris. Es ahí donde comienzo a cruzar el Parque de La Carolina.

Un hombre intenta enseñar a comportarse a más de media docena de perros. Los ladridos. Una anciana indígena, delgada, diminuta, sentada en el bordillo de la acera que con una sonrisa desdentada me ofrece un caramelo o una chocolatina. El camión de la policía equina con un conductor que siempre me sonríe. Dos ancianos que pasean todos los días vestidos en chandal, con gafas de sol y grandes viseras. El olor a hierba cortada, el sonido de los cortacesped, un chico plantando en la Escuela de Jardinería, un grupo de escolares uniformados gritando felices porque se fueron de excursión al Jardín Botánico, gente corriendo, gente que va camino del trabajo, el sonido de los coches de fondo.

Se acaba el parque y vuelvo a la selva de coches. Cruzo República y camino por Amazonas hasta llegar al Centro Comercial El Jardín. Unos cuantos minutos hasta conseguir pasar la calle. Y ya estoy en el trabajo. Con Ángela y Eva, las recepcionistas sonriéndome. Con el guardia esperando una de mis bromas. Con la agradable incertidumbre de lo que me deparará el día.

10 abril 2010

Viaje a Riobamba - Segunda Parte

Empezó a llover, lo cual era raro, porque hacía meses que no llovía en Riobamba, una zona agrícola, cuyos habitantes realmente lo están pasando mal por la falta de agua.

Belén es ecuatoriana y su familia es de la zona. Su tía y su abuela se han hecho una cabañita en una minúscula aldea llamada Cochapamba, situada cerca de Sibambe, a unos 100 km. al sur de Riobamba. Para allá fuimos los cinco en coche. Para llegar a Cochapamba hay que pasar por Alausí, que es un pueblito precioso donde paramos a comprar víveres. Llegamos casi a las seis de la tarde a la casa. La cabaña está en lo alto de una loma, lejos de los caminos principales, así que tuvimos que dejar el coche al final de una senda, y ponernos a subir por un caminillo todo embarrado. Nos cruzamos con algunas familias que bajaban a Sibambe, a la procesión de Viernes Santo. Todos vestidos de domingo, aunque con la mirada apagada.

A mitad de camino llegamos a la casa de Don Pío. Es un vecino que se encarga de cuidar la casa, cuando las dueñas no están. Don Pío es mudo. Bueno, en realidad no es mudo, habla por los codos, pero no puede pronunciar y la verdad es que era un poco torturador mantener con él una conversación. Nos contaba Belén que hace unos cincuenta años, cuando Don Pío nació, en la zona la sal no tenía yodo y mucha gente sufría las consecuencias, como bocio, problemas de tiroides o problemas para hablar.

La casa es preciosa, completamente de madera, con un porche que me hizo recordar a las cabañas de las películas de indios y vaqueros. Por dentro, austera, sencilla, confortable, oliendo a madera recién cortada. No tiene luz eléctrica (tan solo un generador que decidimos no poner en marcha) ni agua caliente, así que encendemos varias velas, sacamos la comida que habíamos llevado y la bebida y nos sentamos a charlar. En un momento pensamos en bajar al pueblo para ver la procesión, pero el sentido común se impone y pensamos que quizás bajar por un camino embarrado, con noche cerrada y sin más luz que la de una vela no es muy aconsejable.

Salgo al porche y me sorprendo al ver pequeños chispazos que van alumbrando la noche por doquier, son luciérnagas. Me siento como en un cuento, de los que leía cuando era niña.

Ya es tarde y estoy muerta de sueño, así que me voy a la cama. Las sábanas huelen un poco a humedad y la cama es dura como una piedra, pero ese pensamiento se arrastra por mi mente apenas un minuto, que es lo que tardo en dormirme.


Me despierto a las 8 de la mañana. Salgo al porche y veo que hace un día espectacular. Vuelvo, me pongo las botas y cojo la cámara para sacar algunas fotos. Amarrados al lado de la cabaña hay dos burritos que no se asustan por mi presencia. Me encuentro a Don Pío y le comento que hace un día precioso. Me mira con cara de "esta de ciudad no sabe lo que dice" y me dice que no y yo, terca como una mula que sí. Una hora después, la niebla había bajado tanto que no se veía a dos metros y empezó a llover.
Un par de horas después se abrió otra vez la niebla y salió el sol. Decidimos recogerlo todo y bajar al pueblo de Sibambe, antes de volver a Riobamba. El pueblo estaba silencioso, tranquilo, después de la fiesta de la noche anterior. Algún niño jugando en la calle, algún perro dormitando y algún hombre borracho en la puerta del bar de la plaza. Dimos un paseo, nos tomamos algo y de vuelta a la cabaña. Comienza a llover finamente justo cuando llegábamos. Menos mal porque la subida era de aupa y el suelo era de barro y ya estaba bastante resbaladizo.


El camino de vuelta a Riobamba fue largo, lleno de obras en la carretera (muy buena, por cierto), con una niebla cerrada, pero muy, pero que muy divertido. Eran ya las cuatro cuando llegamos a la ciudad.

Viaje a Riobamba - Primera Parte

El jueves pasado, aprovechando que era Semana Santa, me fui con dos amigas, Ojos Verdes y Corina, a Riobamba.

Riobamba, más conocida como Friobamba o "La Sultana de los Andes" es una ciudad de alrededor de 170 mil habitantes que se encuentra a 2.700 m. de altura en medio de la Coordillera de los Andes. Es llamada también "Cuna de la Nacionalidad Ecuatoriana" porque fue la primera ciudad española fundada en Ecuador por Diego de Almagro, en 1534.

En fin, que el jueves por la tarde nos cogimos un autobús y nos fuimos para allá. El viaje no es demasiado largo (alrededor de tres horas y media). Llegamos a las diez de la noche y nos fuimos directamente al hotel, El tren dorado, que se encuentra en la Calle Carabobo con Diez de Diciembre, al lado de la estación de tren. Duchita y a buscar un lugar para cenar. Recorrimos la calle León Borja, llena de restaurantes y bares, hasta encontrar abierto un local llamado San Valentín. Comida variada, bastante económica y muy rica y un ambiente interesante.

A la cama. Al día siguiente vagueamos un poco hasta las 8 de la mañana y entonces llamamos al taxista que nos había llevado la noche anterior al hotel y le pedimos que nos subiera al Chimborazo. Llega y me pregunta si puede llevar a su esposa de paseo. Claro, digo yo y entonces la va a recoger y aparece ella con unos tacones de aguja de diez centímetros, vestida de domingo y maquillada para boda. El pensamiento, primero para cada una y luego puesto en común, fue "pero cómo va a subir esta mujer el volcán vestida así".


Llegamos al volcán. Silencio, desierto de piedras negras, picos nevados. Empezamos la subida y nos encontramos con más de diez lápidas desperdigadas por ahí, de las personas que perdieron la vida intentando subirlo. "Vaya por Dios", esto seguro que se le ocurrió a algún especialista en motivación. Para sorpresa de las tres, la esposa del taxista subía como cabra montesa y a nosotras sólo se nos ocurría la explicación de que los tacones le hacían las veces de piolet. La subida era de alrededor de un kilómetro hasta el refugio. Estábamos a más de 4.500 m. de altura. A los primeros pasos empecé a sufrir algunas de las consecuencias de la altura. El aire no llegaba bien a los pulmones, empezaba a marearme un poco y me notaba como si estuviera borracha y no fuera capaz de caminar en línea recta. Corina, una de las chicas con las que iba, recién llegaba al país y no estaba acostumbrada a la altura, y además estaba con catarro, así que no podía respirar y se tenía que parar cada pocos metros. Cuando al final llegamos al refugio, a 5.000 m. de altura nos confesó que estuvo a punto de no subir pero que su orgullo no hubiera soportado que la mujer subiera con tacones y ella no pudiera subir.



A mi me gustó la subida. Mis pulmones ya se han acostumbrado a la falta de oxígeno y soy capaz de subir a un ritmo interesante las cuestas de Quito (que está a casi 3.000 m. de altura) y en este caso el volcán. Hacía un airecillo frío que me estimulaba y lo único que podía escuchar era mi respiración y un ligero pitido en los oídos. Nunca he sido una amante de subir montañas pero la verdad es que uno se siente muy bien. Yo me sentí bien. Después de disfrutar un poco de la nieve que había allí y calentarnos con un chocolate caliente, descendimos. Y otra vez se nos vino a la cabeza que la esposa del taxista se iba a torcer un tobillo porque realmente la subida fue bastante pindia por lo que la bajada era complicada. Pero no señor, ahí estaba ella toda digna y clavando los tacones con fuerza, bajaba cual rebeco apurado.

En fin, llegamos a Riobamba vivas y coleantes, lo cual no es moco de pavo, pues el coche del taxista no tenía velocímetro e iba a mucha más velocidad de la permitida. Como era Viernes Santo decidimos seguir la tradición y buscar un lugar que nos diera para comer el plato típico, la fanesca. Ya expliqué hace un mes, más o menos lo que era, así que no me lo hagáis repetir. :o) Luego me arrepentí de haberlo comido, porque otro de los efectos secundarios de la altura es que tardas en hacer la digestión muchísimo más tiempo de lo habitual.

Habíamos quedado con dos amigos de Ojos Verdes, que andaban por la ciudad, así que fuimos a su encuentro.